El mundo de 2006 ya no existe, ha dicho un economista recientemente. La ciencia ficción regresa para decirnos “ya os lo dije”. El miedo al futuro y el progreso como culpable de ese miedo, y de ese futuro, nos devuelve al escenario de las peores distopías imaginadas.
Es obvio que la literatura no cambiará el mundo; el mundo lo cambian las personas. Pero las personas pueden ser lectoras; y en los libros se transmiten ideas. Y las ideas pueden conseguir movilizar a las personas a base de ofrecer nuevas miradas, plantearles nuevos horizontes o, sencilla y complejamente, sugerir. La ciencia ficción puede contribuir a esa nueva mirada desde el momento en que trabaja con mundos posibles. En la ciencia ficción, la utopía es posible; cualquier cosa es posible. Y el simple hecho de mostrar su posibilidad otorga una perspectiva de realidad –mental– que llega a ser ilusionante: puede ser cierto. En un mundo, el nuestro, donde la caída del Muro de Berlín trajo consigo la Teoría del Fin de la Historia y la fe en que el capitalismo globalizado es “el mejor de los mundos”, el simple hecho de plantear, en principio sólo de manera retórica, aunque plasmado plásticamente, otras posibilidades, de ofrecer a las mentes de los lectores (amputar el pensamiento es abortar la acción; enriquecerlo es fomentar caminos para llevarla a cabo) la sugestión de que existen otras muchas maneras de organizar la sociedad y de relacionarnos entre nosotros es ya un ejercicio de estímulo a la reflexión, a plantearse si se está de acuerdo o no con lo que nos rodea. Afirmar que la literatura, que cualquier manifestación artística, está exenta de ideología, es como aseverar que sus autores no están insertados en una sociedad. Su forma de relacionarse, de entender el mundo, de estructurarlo a él y a la sociedad, de posicionarse frente a cualquier acto humano (incluida la pasividad o la indiferencia como respuesta) es una manifestación política que se extiende a sus acciones. Y la escritura, ejercicio intelectual, no va a ser menos. Y la ciencia ficción, ejercicio especialmente intelectual por cuanto de desarrollo imaginativo y especulativo posee, mucho más.
- Luis Demano
Estímulo y participación
Cuando se opta –entre su plurifuncionalidad– por una función transformadora del arte (función que debe ser la básica en un momento histórico lleno de injusticia, sufrimiento innecesario y desigualdad), la literatura tiene en su mano la oportunidad de poder arrojar preguntas. No de dar respuestas, sino de estimular para que el lector sea un receptor partícipe y activo, que deba implicarse, tomar decisiones... Pensar y hablar con su propia voz, en definitiva. En ese sentido, la ciencia ficción es un mecanismo inigualable para plantear preguntas que no podrían ser formuladas de otra manera (al no limitarse a tiempos y mundos ya existentes). Los panoramas especulativos que plasma el género son universos repletos de ellas: ¿Cómo funcionará una sociedad con tales principios? ¿Qué pasaría si…? ¿Cómo sería la vida en estas condiciones? Son laboratorios de ideas, pues permiten poner en práctica (aunque sólo de manera ficcional) juicios teóricos con gran flexibilidad. Por parte del escritor, la búsqueda del principio de verosimilitud aristotélico, pilar de toda narración de ciencia ficción, y de coherencia interna del mundo ficcional provocan un importante ejercicio intelectual en el autor para darles vida y consistencia a tales ideas. De este modo, obliga a una necesaria y profunda reflexión, un replanteamiento continuo del sentido. Para el lector, sumergirse en ese nuevo universo le permite observar su mundo y sus posibilidades con una dislocación espléndida para poder ganar distancia y perspectiva y, de este modo, analizar su realidad con detenimiento.
Ideologías subyacentes
El mayoritario uso conservador que se ha dado a esta herramienta (aunque no es la parte que más ha trascendido el género), en temas, iconos, símbolos y enfoques, no invalida en absoluto sus capacidades. De hecho, es muy significativo que los primeros autores de ciencia ficción la utilizaran para mostrar otros mundos posibles (utopías socialistas, básicamente), con la transformación social como horizonte. Hay autores suficientes como ejemplos para caminar con esa perspectiva sin tener que partir de cero. Sólo hace falta voluntad, autocrítica y reflexión para evitar la reproducción automática e inconsciente de elementos reaccionarios asimilados en la tradición de la ciencia ficción. La distopía, con su carácter de hiperbolización de los asuntos socioeconómicos y políticos del presente más negativos para el autor, con su proyección desde el “si esto sigue así…”, es una herramienta importantísima para arrojar luz sobre los claroscuros de nuestros días. De hecho, es el subgénero de la ciencia ficción que más aceptación y difusión ha tenido (1984, de George Orwell, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Farenheit 451, de Ray Bradbury) y el que mayor atención ha conseguido del público no especializado (hasta el punto de perder la etiqueta de “ciencia ficción”). La renuncia a ella, que puede palparse en buena parte de los escritores y lectores del género en la actualidad, es sólo una muestra del conformismo imperante. Pero su fuerza sigue estando vigente, y sus características no han dejado de poseer una potencia única, como demuestran brillantes distopías recientes (Jennifer Gobierno, de Max Barry, Oryx y Crake, de Margaret Atwood) , más aún en un mundo de desinformación por sobreinformación, de ceguera por exceso de focos. Por otra parte, la necesidad de autoexigencia estética es un componente intrínseco a la creación literaria. Reducirse a ella es una opción válida (por más que éticamente insuficiente), pero se debe ser consecuente con lo que se renuncia con ello, con lo que se está dejando de lado. Afirmar, por tanto, que son incompatibles la voluntad de transformación y la búsqueda de belleza estética es una forma burda y torpe de tratar de desprestigiar la primera. Las novelas críticas que son malas lo son porque son deficientes técnicamente, pobres estéticamente, pero no por el mero hecho de ser críticas. Los desposeídos o La mano izquierda de la oscuridad, ambas de Ursula K. Le Guin, Todos sobre Zanzíbar, de John Brunner, Limbo, de Bernard Wolfe, demuestran que se puede lograr un artefacto artístico impecable, incluso con riesgo en el plano formal, que contenga una fuerte carga disidente y de posibilidad de cambio. Frente a la resignación actual, la desolación y la desilusión, frente a la homogeneización, la ciencia ficción muestra caminos, alternativas, posibilidades sobre las que sus lectores, tornándose en integrantes activos de una comunidad, pueden reflexionar y utilizar como pistas de despegue en la consecución de una sociedad distinta; justa, igualitaria y cooperativa.
fuente: PESADILLAS-DE-CIENCIA-FICCION